La justificación del Estado: la pobreza
Dr. Silvino Vergara Nava
«La imagen de los pobres mantiene
a raya a los no pobres […].
Si no hubiera una clase marginada,
sería necesario inventarla»
Zygmunt Bauman
El Estado moderno, como más o menos lo conocemos actualmente, ha sufrido muchas transformaciones a lo largo de los años. Antes, no había porque hacer esfuerzos en justificar al poder político, pues ese poder estaba a cargo del príncipe o rey; por tanto, lo único necesario era ser de sangre azul, indicar que el cargo era mandato de Dios y, si la población exigía otras explicaciones, terminaba en la hoguera.
Una vez que se fueron conformando los Estados modernos, donde debería haber una participación mayor de la población en las decisiones gubernamentales, su propia existencia se fue justificando de otra forma; pues aquellas viejas justificaciones se volvieron insuficientes. El Estado, pues, debió dar otro tipo de explicaciones a su pueblo. Las primeras eran que el Estado protege las libertades de la ciudadanía; por ende, que debe pugnar por la vigencia y eficacia de los derechos de autonomía de las personas, de intimidad, de privacidad, de no intromisión del Estado a la vida privada ni en la economía; que debe luchar por las libertades de pensamiento, de cátedra, de expresión, de prensa y de trabajo. No obstante, esto, poco a poco, se fue desquebrajando, principalmente, porque la economía libre devora a los más débiles y se van conformando los grandes monopolios que revientan la economía y dejan a su merced al propio Estado, como hoy lo estamos viviendo; además de que ese sistema transforma a los ciudadanos en consumidores zombis.
Otra de las formas de justificarse el Estado ha sido por medio del fomento a la igualdad, es decir, brindar los derechos que permitan asistir a la población. A lo que se denomina «derechos sociales». Este es un Estado donde las instituciones oficiales otorgan derechos de salud, educación, empleo, alimentación, habitación, pensiones, etc. Obviamente, ese Estado «asistencialista» ha fracasado desde hace algunos años en el mundo occidental, no por otra cosa sino por la falta de recursos económicos, de capacidades propias de las instituciones del Estado y, sobre todo, por transformar a los ciudadanos en parásitos.
Finalmente, a partir de la inminente caída del muro de Berlín en la década de los ochenta del siglo pasado, se fue conformando una justificación más para la existencia del Estado. Ya no mencionando los derechos de libertad, ya no los derechos de igualdad, sino la protección a la integridad de las personas; pues podemos ver que, en el mundo convulsionado en el que vivimos, hay muchos y altos riesgos, que amenazan, incluso, con la extinción de la especie humana, como lo son las bombas nucleares, ahora las pandemias de virus de laboratorio. También están la inseguridad callejera (que consiste en asaltos, violaciones, riñas, homicidios), los problemas de la tecnología informática, el tráfico de la droga, la suplantación de la identidad de las personas, etc. Todo esto provoca que el Estado se limite, solamente, a resguardar la integridad de las personas con policías, militares, cámaras de vigilancia, penas más severas, castigos y castigos. Esto es lo que el Estado puede brindar a la ciudadanía transformándola en un sujeto temeroso y, con ello, en uno sin esperanza alguna, más que la simple sobrevivencia.
Sin embargo, después de las experiencias y el fracaso de ese Estado de Seguridad Pública, como estamos viviéndolo en muchas de nuestras naciones, se ha ido conformando, no un Estado asistencialista (porque la experiencia dicta que no alcanza para toda la población y, sobre todo, porque no hay el mínimo interés de proteger a toda la población, menos a los que no votaron por el sistema), sino otra, una conformación recobrada de las viejas políticas de izquierda; de unas que, precisamente por ser vetustas, poco estudiadas y, sobre todo, burocratizadas en su pensamiento, no se transformaron en lo que debe ser una izquierda posmoderna. Esta justificación se refiere a brindar asistencia parcial a una parte muy marginal de su población con un beneficio que bien puede ser para toda ella; pero, desde luego, sobre los marginados a la vista del propio Estado, pero no a la vista de la realidad. Por tanto, es un Estado que deja libres a los monopolios para que sigan devorando la economía, que implementa leyes tributarias de vigilancia sobre la ciudadanía en general con el pretexto de que hay lavado de dinero, evasión fiscal y demás cosas. Es uno que mantienen a raya a las clases más pundonorosas justificando todos sus recursos en asistencia parcial y miope sobre algún sector de la pobreza; con lo que se comprueban las palabras del profesor y sociólogo polaco Zygmunt Bauman: «La imagen de los pobres mantiene a raya a los no pobres […]. Si no hubiera una clase marginada, sería necesario inventarla» (Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Editorial Gedisa, Barcelona, 2008). Por ello, en muchas naciones, la mejor justificación es la afortunada y bendita pobreza, porque sino los hubiera, habría que inventarlos.